Un compañero de mi época de concejal del Ayuntamiento de Getxo solía decir que lo más barato es lo que se paga con dinero. Con ello, pretendía reivindicar la claridad y simplicidad en los asuntos en los que había dinero por medio. El “hoy por ti, mañana por mí” o “favor con favor se paga” están bien en el ámbito privado, pero en “la cosa pública” es mucho mejor llamar a las cosas por su nombre porque aquello que necesita de muchas explicaciones, en un buen número de los casos, oculta algo que no se quiere o no se “puede” contar.
La primera explicación que debieran dar los autores de
esta iniciativa es porqué formando PSOE y Unidas Podemos coalición en el Gobierno
del Estado la propuesta no se ha realizado por éste. El motivo, desde mi punto
de vista, es claro: ahorrarse informes internos previos. Unos informes que hubiesen
retrasado su presentación, pero que, sin duda, hubiesen evitado un buen número
de enmiendas en una tramitación en la que, casi con toda seguridad, lo que
acabe aprobándose no tendrá de la propuesta original nada más que el populista nombre
con el que se vendió la iniciativa “impuesto sobre beneficios extraordinarios
de las eléctricas y la banca”. Porque, en mi opinión, la iniciativa es mala. Y
no porque yo esté en contra de que eléctricas y bancos paguen más impuestos,
no. Es mala porque ni se grava lo que se dice que se va a gravar (beneficios
extraordinarios), ni se utilizan figuras impositivas ya existentes (impuesto
sobre sociedades) ni recae sobre todos los sectores o empresas que se pudieran
estar beneficiando de la inflación o de la crisis (por ejemplo, el de la
distribución alimentaria).
Parecería lógico que, si lo que se quiere gravar son
beneficios extraordinarios, la base imponible fuesen los beneficios y no las
ventas como se propone y también que, siendo el impuesto sobre sociedades un
impuesto proporcional como es, a más beneficios debieran corresponder más
impuestos en la proporción marcada por su tipo impositivo. Sin embargo, los
proponentes de estos nuevos “gravámenes” argumentan que el impuesto de
sociedades no generaría los resultados requeridos porque “los beneficios
empresariales son objeto de numerosos ajustes para determinar la base imponible
y, además, la carga fiscal se ve condicionada por la aplicación de incentivos
fiscales, regímenes fiscales y créditos fiscales procedentes de ejercicios anteriores”.
Una afirmación que pone de manifiesto el gran número de vías existentes para
que las empresas acaben pagando muchos menos impuestos de los que en teoría
debieran pagar. Resulta curioso que dos formaciones denominadas de izquierdas,
lejos de taponar esas vías y simplificar un sistema tributario enrevesado, en
el que se mueven como pez en el agua los expertos en la ingeniería fiscal,
añadan nuevos elementos a la maraña de instrumentos con los que las distintas
Administraciones Públicas nutren sus arcas.
Pero,
hacer las cosas bien resulta complicado y es más fácil seguir adelante y decir
que ”se puede establecer una prestación pública de naturaleza no
tributaria…. de tal manera que determinados grandes grupos económicos realicen
una aportación económica obligatoria que graven y, en consecuencia, reduzca sus
beneficios empresariales, contribución que, además, permitirá reforzar la
acción pública dotándola de recursos públicos adicionales para el sostenimiento
del pacto de rentas respecto a los más desfavorecidos”. Si además se añade
que “los sectores en los que la subida de precios puede incrementar en mayor
medida sus beneficios son el sector eléctrico, gasista y petrolero y el de las
entidades de crédito” ya se tiene el argumentario completo para afirmar políticamente
que los costes que origina la inflación en la sociedad se van a repartir
equitativamente en un pacto de rentas entre las rentas de trabajo, que van a
ver afectado su poder adquisitivo, y los poderosos que se están beneficiando de
la inflación.
Sin
embargo, los datos demuestran que los sectores mencionados en la propuesta no son los únicos que se están beneficiando
del aumento de los precios. De hecho, el sector alimentario ha relevado
al sector energético y explica casi 2,5 puntos del IPC hasta agosto y
creo que nadie pensará que con ello no van a tener también beneficios
extraordinarios las grandes cadenas de distribución. Tampoco la prestación
pública que se pretende establecer carece de carácter tributario en la medida
que su pago es exigido sin contraprestación y su hecho
imponible está constituido por hechos que ponen de manifiesto la capacidad
económica del contribuyente y eso, según la Ley General
Tributaria, es
la definición de impuesto.
En
mi opinión, si se hubiese querido que el objetivo recaudatorio
planteado por los proponentes fuese pagado por las empresas, se hubiese podido incluir
en el impuesto sobre sociedades un recargo transitorio sobre los beneficios
contables que se hubiesen determinado como extraordinarios (esa es otra:
determinar que es extraordinario), sin que esta cuantía pudiese ser objeto de
compensación ni deducción alguna. Parece que la Comisión Europea también quiere
implantar un impuesto sobre los beneficios extraordinarios del sector
eléctrico, veremos cómo encaja técnicamente el Gobierno la voluntad de
los partidos que lo componen y la de la Unión Europea y cómo hacen después de
eso para justificar el ámbito de aplicación de su actual propuesta
exclusivamente a la banca y no a otros sectores económicos.
Por
otra parte, no vale con decir que los efectos de la inflación no pueden pagarlos
sólo las rentas de trabajo y que también deben de hacerlo las de capital, con
lo que estoy de acuerdo. Además de decir hay que hacer y hacerlo bien y,
quizás, los medios empleados no son los mejores para conseguir los objetivos o
cuando menos no son los únicos para poner en práctica lo pretendido. Josu Jon
Imaz, Consejero Delegado de Repsol y ex presidente del EBB de EAJ/PNV, a
finales de agosto en un periódico estatal, pidió a los gobernantes que, si su
discurso es que los ricos paguen más “sean valientes, suban el IRPF y las
rentas de capital y graven al que tiene dinero”. Y estoy de acuerdo con él,
las tres herramientas que un gobierno de izquierdas puede utilizar, si quiere
realmente que los ricos paguen más, son subir los tipos marginales del IRPF,
equiparar en el IRPF las rentas de trabajo y las de capital e incidir más en
que el impuesto sobre el Patrimonio contribuya a una auténtica redistribución
de la riqueza. Si un euro percibido por el esfuerzo trabajo personal es igual a
la hora de hacer la compra que un euro procedente de vivir de las rentas no
tiene sentido que su tributación sea distinta. Esta diferencia tributaria hizo
que, en Bizkaia en 2019, último año con datos publicados, los titulares de
rentas de capital se ahorrasen en el IRPF 230 millones de euros por lo que a
nivel del Estado mantener esta diferenciación tributaria podría llegar a 7.000
millones, el doble que los 3.500 millones/año que se quieren recaudar con los
gravámenes a las eléctricas y a la banca propuestos por PSOE y Unidas Podemos.
Es
necesario paliar los efectos que la inflación, en honor a su sobrenombre de
impuesto de los pobres, provoca en los más desfavorecidos. Pero, por favor, hágase
con rigor y siendo coherentes con los objetivos propuestos en los discursos,
aprovechando para adoptar medidas encaminadas a reformar el sistema fiscal.
Cuantas más figuras tenga, cuanto menos claro sea, cuantas más veces se cambie,
más fácil lo tendrán los expertos en ingeniería fiscal para encontrar una vía
de escape y no pagar lo que debieran. Hágase sencillo y equitativo. Y barato. Y
que los que se enriquecen paguen, con dinero, claro.
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Nota: Este artículo fue publicado por DEIA y otros periódicos del Grupo Noticias el 3 de octubre de 2022
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