Parece que los primeros datos publicados sobre 2021 reflejan que la pandemia se acaba. No la sanitaria, que en estos momentos sigue manteniendo la atención primaria y las UCIs en niveles de ocupación altos, sino la económica. Las cifras de desempleo y de caída de la actividad en prácticamente todos los sectores que azotaron la economía en los primeros meses, afortunadamente, van quedando atrás. Unas cifras que reclamaron la presencia urgente de los presupuestos públicos para mitigar el impacto en la ciudadanía y evitar que se hiciesen realidad las premoniciones de quienes sugerían que el hambre traería más muertos que el coronavirus. Es evidente que se adoptaron medidas en tal sentido empezando con la regulación de los ERTEs, la posibilidad de aplazamientos de los pagos de hipotecas o alquileres, las apuestas por dotar de liquidez a las empresas mediante créditos blandos o avales garantizados, o los aplazamientos de los pagos de impuestos. Pero estas medidas incrementaron en poco tiempo el déficit público y la gran duda que se extiende entre la ciudadanía es si esta crisis la acabarán pagando los mismos, o si será posible acometer modificaciones fiscales que hagan que, como debiera ocurrir siempre y casi nunca pasa, esta vez sí, los que más tienen contribuyan en mayor grado a su financiación.
Visto
desde hoy, sólo quienes desde su casa y lejos de la responsabilidad en la
gestión de la crisis sanitaria se mantienen en su puesto de capitán a
posteriori, pueden afirmar que en los primeros meses se podía haber hecho
sustancialmente mejor. Por el contrario, parece que existe un consenso social
importante en torno a quienes creen que no existían recetas mágicas para
afrontar una situación que pilló de improviso a todos los líderes mundiales y en
la que cada uno puso todo su esfuerzo en solventarla de la mejor manera posible.
Con errores y aciertos, pero sin poder recurrir a ejemplos pasados de los que
tomar nota. El resultado en el área económica parece claramente positivo,
aunque es evidente que habrá que repasar los procedimientos antipandemia, tanto
en la vertiente sanitaria como económica, y aprender de lo que se podía haber
hecho mejor. Porque, pasadas ya unas cuantas olas, en la próxima ocasión que
una pandemia nos vuelva a atacar ya nadie podrá decir lo mismo. Sin embargo, no
es de recibo que de cara a determinar cómo se debía financiar la crisis haya
habido dirigentes políticos que han demostrado el más absoluto desconocimiento
de las herramientas fiscales a su alcance y a lo largo de estos meses se hayan
hecho propuestas a botepronto, de cara a los distintos electorados, sin estar
basadas en un mínimo rigor a la hora de hacerlas públicas. Reducciones
fiscales, donativos empresariales, impuestos a grandes fortunas, tasa COVID son
a mi entender ejemplos de todo ello y en las próximas líneas voy a intentar argumentarlo
para acabar ofreciendo alguna alternativa al respecto.
El primero
en proponer públicamente un paquete de medidas
extraordinarias para frenar el impacto económico del coronavirus fue
Pablo Casado, el 9 de marzo de 2020. Entre otras medidas planteaba, como no,
bajadas de impuestos incluido el de sociedades. Es coherente con su punto de
vista ideológico plantear en cualquier momento la reducción del impuesto de
sociedades. Pero el señor Casado debiera saber que si no hay beneficios no hay
impuestos, la reducción, desgraciada y lógicamente, es automática. Otra cosa es
plantear aplazamientos en los pagos de impuestos con el fin de no drenar
liquidez en las empresas en momentos críticos, algo lógico que como tal fue puesto
en práctica por todas las administraciones tributarias en el ámbito de sus
competencias: estatal, autonómica, foral o municipal.
Más
llamativa fue la iniciativa de su compañera de partido la Presidenta de la
Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que el 30 de marzo abrió una página
web para donaciones a la sanidad regional y atender la crisis del coronavirus. La
Comunidad, que años atrás había desmantelado la sanidad pública y alardeaba
públicamente de tenerlos impuestos más baratos del Estado, solicitaba
donaciones para solventar la crisis del coronavirus. Como si la salud de la
ciudadanía pudiera dejarse al albur de la voluntad caritativa de ciudadanos y
empresas. Una iniciativa, por cierto, seguida por el Gobierno del Estado un día
más tarde y en la que tomaron parte destacadas empresas que, de este
modo, de forma inmediata obtenían el correspondiente impacto publicitario y en
un futuro recibirán el correspondiente beneficio fiscal por sus donativos.
Resulta patético ver a instituciones públicas solicitando limosna a individuos
o empresas que habitualmente distraen sus impuestos en paraísos fiscales, en
lugar de exigiendo a esas mismas personas o empresas una contribución justa y
progresiva en función de sus ingresos o beneficios.
Porque,
así como en cualquier sociedad civil son las personas que forman parte de ella
las que contribuyen al sostenimiento de sus gastos, la financiación de
administraciones públicas debe recaer también en el esfuerzo económico de las
personas que componen la sociedad a la que prestan sus servicios. Y en este
sentido, reconociendo la escasa aportación de quienes más tienen aparecieron
tres iniciativas: la de Podemos reclamando un Impuesto a las Grandes Fortunas,
la de Confebask apostando por un
recargo sobre el IRPF y el Impuesto sobre Sociedades y la ocurrencia de EH Bildu proponiendo una
Tasa COVID. Empezando por el final, resulta escandaloso el desconocimiento
fiscal de esta formación al lanzar dicha propuesta el 13 de mayo. Más allá de limitarse
a decir que se trataría de un recargo
temporal con objetivo finalista sobre los beneficios de las empresas y sobre
los grandes patrimonios ¿nadie en este grupo político conocía la
diferencia entre tasa e impuestos? Cuando alguien trata de buscar un titular en
vez de aportar una idea puede acabar haciendo, como en este caso, que su
candidata a Lehendakari Maddalen Iriarte, que fue quien presentó la idea
públicamente, acabase haciendo el más soberano de los ridículos.
También
el marketing hace caer en demostración de desconocimiento la propuesta de
Podemos de implantar su impuesto sobre las grandes fortunas. Desconocimiento
sí, porque esa figura tributaria ya existe y se llama Impuesto sobre el
Patrimonio. Otra cosa es que, por los intereses de quienes pretenden que
desaparezca, este impuesto esté actualmente totalmente desfigurado y que su
recaudación deba ser sustancialmente mayor. Los dirigentes políticos de todo
signo debieran evitar que en el ámbito tributario se ponga en práctica lo que
está ocurriendo con el Derecho Penal donde cada vez que socialmente se
considera que hay algo punible alguien se inventa un nuevo delito o un
agravamiento de penas desfigurando totalmente el sentido y los equilibrios del Código
Penal. Si realmente queremos un sistema fiscal justo debiéramos empezar por no
inventar la rueda y no confundir a la sociedad con nuevos nombres para lo ya
existente y, a la vez, procurar que los tipos reales se ajusten a los que
aparecen en las normativas tributarias y no queden totalmente desfigurados por
exenciones, deducciones o normas para la cuantificación que, por dejar de sumar
o por restar, hacen que los tipos impositivos reales difieran sustancialmente
de los que aparecen en las correspondientes tablas.
Sin
duda, la propuesta que Confebask hizo pública el 8 de mayo de 2020 era la más
lógica de las que vieron la luz en los momentos más duros de la pandemia. Según
sus palabras, la idea que la organización empresarial planteó al Gobierno
Vasco consistía en implantar “un recargo
fiscal temporal y finalista, durante un periodo de tiempo determinado, para
poder hacer frente a la devolución de la deuda en la que habrá que incurrir
necesariamente para salir de la crisis.
Quedaría por detallar el alcance, la cuantía y el plazo del recargo
fiscal concreto. Son propuestas con precedentes tanto en la propia Euskadi,
como en otros países europeos, entre ellos Alemania.” Y añadía “ese esfuerzo fiscal destinado a ir
amortizando la deuda en la que tengamos que incurrir ahora para hacer frente a
la crisis del Covid-19, debería afectar a TODOS los Tributos concertados de
regulación propia, esto es, IRPF e Impuesto sobre Sociedades, y siempre bajo el
principio de que aporte más quien pueda hacerlo. Por lo tanto, NO se centra
exclusivamente en el IRPF, y NO sería una medida de corte general
indiscriminada.” Increíble pero
cierto. Una patronal hablando de incrementar, aunque fuese de forma
transitoria, el IRPF y el Impuesto sobre Sociedades y de hacerlo no de forma
indiscriminada, sino de manera que aporte más quien pueda hacerlo. Una
magnífica propuesta que, no obstante, omitía que también el Impuesto sobre el
Patrimonio es un tributo concertado de regulación propia. Quizás fuese porque
es un impuesto que quieren que desaparezca (el 9
de noviembre de 2021 su Presidente lo reiteraba ante
el rifirrafe fiscal entre el Lehendakari e Isabel Díaz Ayuso). Quizás porque el
año 2020 el Impuesto sobre el Patrimonio tenía en Euzkadi una recaudación
récord demostrando que el impuesto no impide el crecimiento del Patrimonio y de
las inversiones contrariamente a lo planteado por la patronal.
Si
embargo, el tiempo ha pasado y ninguna de estas propuestas ha visto la luz. Los
presupuestos de las distintas instituciones para 2022 se han ido aprobando con
unas mayorías amplias tanto en el Estado como en Euzkadi con el mismo esquema
fiscal (ayudas temporales al margen) que el vigente al inicio de la pandemia
con lo que la pregunta retórica de la ciudadanía sobre quien va a pagar las
consecuencias de la crisis, lamentablemente, tiene una respuesta conocida: los
de siempre.
Y
particularmente no entiendo que esto sea así. No entiendo cómo las
Instituciones vascas no recogieron el guante de Confebask para probar de modo
transitorio una reforma fiscal que reforzase eso de que quien más tiene más
paga. Y no entiendo cómo las instituciones vascas no han ofrecido ya los
prometidos resultados de estudios sobre los efectos de la última reforma fiscal
o sobre si los contribuyentes huyen a otras zonas porque tenemos tal o cual
impuesto y en otros sitios lo tiene más “barato” o simplemente no existe. Y no
será por ausencia de datos. Ni por ausencia de publicaciones de datos para que
se puedan sacar conclusiones al respecto.
Pero
publicar datos no significa analizarlos y es eso lo que sin demora debieran
empezar a hacer nuestras Instituciones. Analizar si la estructura de gastos
actual se corresponde con las necesidades de la sociedad y si la estructura de
la institución es la adecuada o no para prestar los servicios que se le
demandan vistas las deficiencias y oportunidades puestas de manifiesto por la
pandemia. Analizar si los distintos incentivos fiscales que se multiplican en
las distintas normas siguen siendo útiles para los objetivos perseguidos, o han
quedado desfasados en cuantía o razón de ser. Analizar si los distintos tipos
impositivos o retenciones son justos, o con el paso del tiempo la inflación u
otros factores han hecho de ellos que tengan efectos perversos. Analizar si
merece la pena poner tipos altos o si, como alternativa, resulta más lógico
bajar los tipos y hacer una valoración más precisa de las bases imponibles para
que nadie pueda alegar que los tipos impositivos son “confiscatorios” cuando
distan mucho de serlo. Analizar y sacar conclusiones. Algo para lo que se
necesita ganas y voluntad, porque no es falta de medios para estos menesteres
lo que las Instituciones puedan alegar. Salvo que alguien considere que no hay
que tocar nada no vaya a ser que se rompa algo. O que la mejor política fiscal
es aquella que no existe.
No me cabe la menor duda de que con poco esfuerzo
se obtendrían conclusiones que permitirían elevar los presupuestos de nuestras Instituciones,
tanto en sus ingresos como en sus gastos, a unos niveles de mayor eficiencia y
justicia social. Por el momento, tengo tiempo y ganas.
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Nota: Una versión reducida de este artículo fue publicada en DEIA y otros periódicos del Grupo Noticias
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