Han pasado ya veinte días de la celebración de las
elecciones del 20 de Diciembre. Unas esperadas elecciones de las que se pensaba
que supondrían, el final de la mayoría absoluta de un PP plagado de casos de
corrupción, generador durante su mandato de un nivel de desigualdad social
desconocido en la España post-franquista y ejerciente de un estilo de gobernar
despótico con la oposición. Se esperaba también la irrupción en el congreso de
los Diputados de nuevos partidos precursores de una “nueva política”, de una
dinámica de acuerdos que restituyera a la sociedad su papel dinamizador de la
vida política, haciéndola sujeto activo de la misma y no elemento pasivo
soportante de la crisis económica y las desastrosas decisiones tomadas durante la última legislatura para combatirla. Por último, se esperaba el fin
del bipartidismo generador en gran parte de los desmanes políticos sacados a la
luz en los últimos años como consecuencia de cegueras voluntarias basadas en el
“hoy por ti, mañana por mí”, o en el “y tú más” como respuesta defensiva que, tal vez, serviría en foros parlamentarios, pero que cada vez era menos soportada por la opinión
de los ciudadanos. Pero, efectuada la votación, los resultados nos han dejado
un escenario que, aunque a primera vista responde a las esperanzas mencionadas, algunos han denominado como el “caos
perfecto” y para mí representan un auténtico sudoku de difícil solución.