El
tema de la innovación es, ciertamente, un tema recurrente en cualquier foro
profesional y también, lógicamente, en los de quienes nos dedicamos a la
gestión pública. ¿Qué es innovación? ¿Cuáles son las condiciones que se deben
dar para innovar?, ¿Cuál es el precio de la innovación? ¿Y el de la no
innovación? Estas y otras preguntas son objeto de reflexión cotidiana en muchos
espacios de encuentro y contraste de ideas. Para mí, como ya expuse en uno de
estos debates abierto en el grupo de Innobasque de Linkedin, la innovación no
es más que una actitud permanentemente positiva a la implantación de pequeños
cambios que generan valor. Para innovar, en muchos casos, no se necesitan ni
grandes cambios tecnológicos ni grandes inversiones, sólo tener los ojos
abiertos y ganas de mejorar nuestro entorno cotidiano.
Esto es precisamente a lo que nos dedicamos muchos
profesionales en el ámbito de la gestión pública. Profesionales de todo tipo,
funcionarios en sentido amplio o políticos. No me cabe duda de que en todos
estos grupos de personas, y en cualquiera en los que se quiera dividir a
quienes trabajamos dentro de la Administración Pública existen miembros en
actitud permanente de innovar, de mejorar su entorno de trabajo y de hacerlo
porque con ello se mejoran las prestaciones de los servicios a los ciudadanos
que es, en definitiva, para lo que nos han contratado a través de sus
contribuciones al erario público.